Palabras que sueltan y retienen
Anunciar un perdón real y sostener el límite con lágrimas, para abrir camino a la vida.
Serie: Entre puertas cerradas y cielos abiertos
Paz que envía, Espíritu que vivifica y perdón que abre camino (Juan 20:19–23), en la tensión del ya y el todavía no.
Entrega 4: Palabras que sueltan y retienen
La noche cae y la casa baja el volumen. Queda una taza a medio beber, una silla un poco corrida, papeles que no alcanzaron a guardarse. Es extraño cómo, cuando el ruido se apaga, algunas frases regresan con más peso. La que vuelve esta noche es sobria y luminosa: “A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados.” (Juan 20:23, NVI). No suena como un permiso para mandar; suena como una llave entregada a manos que primero fueron lavadas por el Maestro. La autoridad nace de ahí: de unas manos marcadas que muestran heridas antes de enviar palabras. El cuarto sigue siendo el mismo de la paz: puertas que estaban cerradas, rostros que aprendían a respirar. Ahora se nos confía algo que no inventamos: decir, con voz humana, el sí del cielo al que se rinde y la advertencia a quien todavía se resiste.
He aprendido a reconocer esa llave en lugares comunes. Una cocina, un pasillo de hospital, una banca de parque. Alguien por fin dice en voz alta lo que le pesaba y escucha, casi en susurro, la promesa que sostiene: “Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1:9, NVI). No es psicología positiva; es una ventana que se abre hacia otro aire. Nadie se perdona a sí mismo por decreto: el perdón viene de Dios y llega por la puerta de su Palabra. Por eso el anuncio cristiano no titubea: “De él dan testimonio todos los profetas: que todo el que cree en él recibe, por medio de su nombre, el perdón de los pecados.” (Hechos 10:43, NVI). La Iglesia no fabrica absoluciones; las proclama y las aplica cuando la fe y el arrepentimiento están presentes. La voz de la comunidad coincide con el veredicto de Dios.
La otra cara de la llave no es menos amorosa, aunque cueste más. Retener no es castigar ni humillar; es no mentir. Es negarse a dar por hecha una paz donde todavía no hay entrega, a llamar luz a lo que aún es oscuridad. Por eso Jesús habló de atar y desatar, abrir y cerrar, como quien pone en manos de su pueblo un oficio de cuidado: “Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo.” (Mateo 18:18, NVI). Retener, pronunciado con lágrimas y oración, es un “todavía no” que espera convertirse, por gracia, en un “ya”. No es una puerta clausurada; es una puerta entreabierta que cuida la mesa y protege a los vulnerables, sin dejar de invitar al que aún no quiere cruzar.
Hay un lugar del corazón donde estas palabras solo se aprenden de rodillas. Decir “perdonado” sin escuchar la confesión sincera vuelve trivial la gracia; decir “retenido” sin intercesión vuelve cruel la verdad. La forma de Jesús —manso y firme— es nuestro molde. Él no confundió mansedumbre con timidez ni firmeza con dureza. Por eso la Iglesia, cuando usa la llave, lo hace con manos lavadas: escucha, discierne, acompaña, y solo entonces pronuncia. A veces la libertad llega como alivio inmediato; otras, como proceso. En ambos casos, el veredicto no sale de nuestro estado de ánimo; descansa en lo que Cristo hizo.
La historia de una comunidad antigua ayuda a entender el pulso. Hubo pecado público, hubo dolor y se ejerció disciplina. Pero cuando llegó el arrepentimiento, el mismo apóstol que había advertido con claridad escribió: “Más bien, debieran perdonarlo y consolarlo para que no sea consumido por la excesiva tristeza. Por eso les ruego que reafirmen su amor hacia él.” (2 Corintios 2:7–8, NVI). La frase debería estar pegada cerca de nuestras mesas. Perdonar y consolar: no basta el veredicto; se necesita el abrazo. Reafirmar el amor después de la caída es el modo concreto en que el cielo celebra en la tierra. Nada de exhibiciones ni de triunfos sobre el débil: silla puesta, pan compartido, nombre pronunciado sin ironía.
El mismo apóstol escribió con una lucidez que no envejece: el Evangelio no deja a nadie igual. “Porque para Dios nosotros somos el aroma de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden.” (2 Corintios 2:15, NVI). El mismo mensaje es alivio para unos y escándalo para otros. No cambiamos la fragancia para hacerla soportable; pedimos que nuestras manos no la contaminen. ¿Quién es suficiente para semejante tarea? Nadie por cuenta propia. Por eso la llave siempre vuelve al cuarto de la paz y al soplo del Espíritu: la autoridad del perdón y del límite no se sostiene en carácter fuerte, sino en obediencia humilde.
Quisiera decir que este ministerio es fácil cuando uno ama, pero no sería verdad. A veces nos duele decir “perdonado” porque tememos que se malentienda; otras nos cuesta no decirlo porque nos aterra quedar mal parados. En ambos extremos, lo que nos salva no es la prudencia calculada, sino la fidelidad: a la Palabra, a la persona concreta, al bien de la comunidad. La fidelidad pregunta: ¿qué necesita esta conciencia hoy para caminar con Dios? Y espera la respuesta en oración. No todos los caminos requieren la misma velocidad; no todas las heridas sanan con la misma medicina. Pero todos necesitan la misma verdad dicha con la misma ternura.
Aterrizar esto en lo cotidiano evita que la llave se vuelva teoría. Una madre pide perdón a su hija por una palabra áspera y abre un corredor para que la casa respire. Un amigo acompaña a otro en su proceso de dejar una práctica que lo destruye y, en el momento justo, le recuerda en voz clara que en Cristo hay perdón de verdad. Una comunidad cuida su mesa: recibe con alegría a quien vuelve y protege con firmeza a quien insiste en dañar. Un pastor o una líder leen en voz alta, sin prisa, esa promesa que tantas veces nos sostuvo: “Si confesamos nuestros pecados…” (1 Juan 1:9, NVI). Y luego oran con nombres propios, sin discursos. Allí la llave hace su trabajo: abre, sostiene, espera.
También hay límites que conviene mantener. El perdón apresurado que no mira de frente el daño puede convertirse en complicidad; la disciplina convertida en espectáculo hiere más que cura. La Iglesia no es un juzgado ni un escenario: es una casa. En una casa, la verdad cura porque ama, y el amor sana porque no miente. Por eso, cuando toca retener, se retiene sin humillar. Cuando toca soltar, se suelta sin triunfalismo. La meta no es que “tengamos razón”, sino que la persona encuentre vida y la comunidad permanezca sana.
Aquí también respira la tensión del Reino. Ya podemos decir “perdonado” a quien se vuelve al Señor hoy; todavía esperamos que esa palabra alcance todas las mesas que aún no la han escuchado. Ya afirmamos límites que protegen; todavía anhelamos el día en que ninguna puerta tenga que cerrarse. Vivimos en la intersección de esas dos realidades: con lámparas encendidas, con una mano en la llave y otra en la toalla. La llave sin toalla se vuelve control; la toalla sin llave no cuida la casa. Juntas, se parecen al Maestro el día que lavó pies y, poco después, confió a su pueblo esta palabra.
Si llegas esta noche con una culpa antigua, escucha sin adornos: “Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1:9, NVI). No estás fuera de alcance. Si, en cambio, te descubres endurecido, mira el rostro del Hijo y recuerda que la paz no nace del orgullo; nace de rendirse. No hay atajos: la puerta tiene forma de persona. En cualquiera de los dos casos, la Iglesia está para recordártelo con paciencia, para mantener la lámpara encendida mientras vuelves o mientras aprendes a quedarte.
Que todo esto —palabras que sueltan y palabras que sostienen límites— se reconozca y se practique en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal. Que nuestras mesas sepan celebrar sin orgullo y advertir sin violencia; que nuestras voces suenen a verdad con misericordia; que nuestras manos aprendan a abrir sin miedo y a esperar sin cansarse. Ya hay puertas que se están abriendo. Todavía esperamos otras, confiados en el Señor que sigue de pie en medio, pronunciando lo necesario para que el mundo respire.