Para una buena cosecha hay que saber sembrar
Una meditación sobre tiempo, obediencia y promesa
Hace unos días, mientras terminaba de ordenar mi espacio de trabajo, Apple Music me sorprendió con una canción que no esperaba. No era parte de ninguna lista de reproducción devocional. No la busqué. Simplemente apareció. Era “Raíces”, de Gloria Estefan. La había escuchado antes, de fondo, pero esta vez me detuve. Lo que me atrapó no fue la melodía, sino una línea que se repitió con fuerza casi litúrgica: “Para una buena cosecha hay que saber sembrar”.
Fue como si la canción, sin proponérselo, predicara.
No hablaba de teología, pero sí de ternura. Hablaba de no perder el momento, de sembrar amor con intención, de cuidar lo esencial antes de que el tiempo pase. Y entonces, esa frase —que nació en un entorno completamente secular— se convirtió en puerta para pensar en el Reino. En lo que sembramos. En lo que olvidamos sembrar. En lo que esperamos cosechar.
A veces creemos que lo espiritual solo ocurre en lo sagrado, en lo explícitamente religioso. Pero hay momentos en que una canción secular, una escena callejera o una conversación aparentemente superficial nos sirven de espejo. Porque cuando el corazón está despierto, incluso lo cotidiano —o lo que algunos llamarían “mundano”— revela trazos de una espiritualidad más profunda. La frontera entre lo secular y lo sagrado no es tan rígida como solemos imaginar. Y es ahí, en lo inesperado, donde muchas veces el Reino de Dios se asoma con más claridad.
La canción hablaba de sembrar con fe y entrega, de vivir con intención, de no dejar pasar la oportunidad de amar. Y recordé las palabras de Pablo: “No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra” (Gálatas 6:7, NVI). No como una amenaza, sino como una promesa. Una afirmación de que nada sembrado en obediencia se pierde. Que cada acto de fe, aunque pequeño, se convierte en semilla viva en los planes de un Dios que no desperdicia lo auténtico.
La espiritualidad cristiana no es una carrera hacia resultados inmediatos. Es un camino largo, muchas veces oculto, en el que se aprende a sembrar con sabiduría y a esperar con quietud. Jesús mismo lo expresó en términos agrícolas: “«El reino de Dios es como un hombre que echa semilla en la tierra, y se acuesta de noche y se levanta de día, y la semilla brota y crece; cómo, él no lo sabe.”(Marcos 4:26–27, NBLA). No hay control. No hay fórmulas. Solo confianza.
Sembrar no es una estrategia de impacto. Es una forma de vivir. Es elegir amar cuando no hay reciprocidad. Es perdonar cuando aún duele. Es orar cuando el silencio pesa. Es permanecer cuando el alma quiere escapar. La buena siembra no depende de reconocimiento externo. A veces, solo el cielo es testigo. Y eso basta.
Pero también es cierto que no toda tierra está lista. No toda semilla debe lanzarse en cualquier campo. Hay discernimiento en la siembra. Saber cuándo y dónde, cómo y con quién. No todo lo que parece fértil realmente lo es. A veces, los terrenos despreciados son los que Dios ha reservado para las cosechas más profundas. Lo importante es sembrar con el corazón libre del deseo de controlar el resultado. Sembrar desde la obediencia, no desde la necesidad de aprobación.
Y es en esa fidelidad silenciosa donde se revela el verdadero carácter del Reino. Porque hay raíces que crecen mucho antes de que la planta asome. Hay procesos que maduran en la profundidad, invisibles al ojo humano, pero conocidos por el Padre. Como el salmista lo dijo: “Los que con lágrimas siembran, con regocijo cosechan.” (Salmo 126:5, NVI). No es una metáfora inspiradora. Es una ley espiritual. Las lágrimas que caen en obediencia nutren la tierra que un día dará fruto.
La canción de Gloria Estefan terminaba con una nota de urgencia tierna, casi pastoral: no dejes pasar la oportunidad. No pospongas el amor. Y creo que, sin proponérselo, esa canción me predicó una verdad del Reino. Una verdad que el Evangelio confirma una y otra vez: que para una buena cosecha hay que saber sembrar. Y que sembrar bien no significa hacerlo todo perfecto, sino hacerlo con un corazón dispuesto, abierto, sostenido por la esperanza de que Dios no olvida lo que el mundo ignora.
No sé qué estás sembrando en este momento. Tal vez estás en una estación de mucha tierra, poco fruto y apenas fuerza para seguir arando. Tal vez ya sembraste, pero no ves brotes. Tal vez sembraste y otro recogió. O quizá sembraste en lágrimas, y ya estás cansado de esperar. Pero sigue sembrando. Porque el Reino no responde a nuestra urgencia, sino a su fidelidad. Y cuando llegue la cosecha —cuando llegue de verdad, sin aviso, sin espectáculo— sabrás que cada acto sembrado en fe valía la espera.
Dios ve. Dios recuerda. Dios recoge.
Gracias por leer El Conversatorio.
Cada palabra sembrada en este espacio nace del deseo de cultivar corazones atentos, manos abiertas y almas enraizadas en la verdad.
Si esta reflexión ha resonado contigo, compártela. Y si estás sembrando en este tiempo, recuerda: no estás solo. El Dueño del campo camina contigo.