Poder en lo Escondido
“Que sean fortalecidos con poder por Su Espíritu en el hombre interior” (Efesios 3:16, NBLA)
Serie: Fortalecidos en el valle
Aprender a consultar al Señor y a respirar Su fuerza en medio de la amargura
Entrada #3
Hay una geografía secreta donde Dios trabaja sin ruido. No es la plaza pública de los logros ni la sala de juntas de las estrategias, sino un cuarto interior que la Escritura nombra con ternura: “el hombre interior” (Efesios 3:16, NBLA). Allí, en la hondura que nadie ve, el Espíritu teje fortaleza con hilos de gloria. No se escucha el telar, pero sí el fruto: una sobriedad nueva, una paz que no se explica, una esperanza que amanece sin permiso de las circunstancias. Es el milagro silencioso de la gracia: cuando por fuera nada ha cambiado, por dentro algo ya se ha vuelto firme.
No confundamos fortaleza con dureza. La dureza arma vigilias de orgullo; la fortaleza, en cambio, respira gracias. La dureza aprieta los dientes; la fortaleza abre las manos. La dureza teme quebrarse; la fortaleza sabe que, si se quiebra, lo que la sostiene no es ella misma. Por eso el apóstol insiste en pedir lo que la voluntad no puede fabricar: “Que Él les conceda… el ser fortalecidos con poder por Su Espíritu en el hombre interior” (Efesios 3:16, NBLA). La petición es precisa: no una inspiración pasajera, no una ráfaga emocional, sino poder; no un esfuerzo voluntarista, sino un regalo; no un barniz externo, sino un trabajo en el centro mismo de la persona. Ahí comienza la verdadera recuperación: no en el ruido del afuera, sino en el sí silencioso del adentro.
Desde esa hondura, el texto despliega una secuencia que reordena el corazón: “de manera que Cristo habite por la fe en sus corazones. También ruego que arraigados y cimentados en amor, ustedes sean capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y de conocer el amor de Cristo que sobrepasa el conocimiento, para que sean llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios.” (Efesios 3:17–19, NBLA). No es un eslogan espiritual, es una arquitectura. Primero, Cristo habita; luego, el amor enraiza; después, la mente aprende amplitudes que antes ni siquiera sospechaba; finalmente, la plenitud comienza a colmar. La vida se vuelve, así, una casa habitada y no un cuarto vacío que el miedo ocupa a su antojo.
Tal vez el eco de Siclag todavía nos acompaña: humo en las pestañas, amargura que intenta dictar la agenda, prisa por actuar. Pero aquí el ritmo es otro. El Reino ya se hizo presente y, sin embargo, el mundo sigue con grietas; ya gustamos el poder del siglo venidero y, todavía, el valle reclama paciencia. En ese “ya y todavía no”, la fortaleza interior es la mesa que Dios pone para no desmayar en el camino. “Por tanto, no desfallecemos; antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día.” (2 Corintios 4:16, NBLA). Hay días en que el exterior cruje; pero por dentro, como una lámpara bien cuidada, la llama sigue viva.
¿Cómo ocurre este fortalecimiento? El texto no nos entrega técnicas, nos entrega un Acompañante. El Espíritu no es una fuerza impersonal que se invoca como quien conecta un cable; es Presencia que habita, consuela, instruye y enciende obediencias mansas. A veces su obra se siente como un derramar cálido: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado.” (Romanos 5:5, NBLA). Otras veces se reconoce por los efectos: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus mentes en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:7, NBLA). No siempre podemos nombrar el momento exacto; solo notamos que, donde antes había filo, ahora hay mansedumbre; donde había ruido, ahora hay una música suave que nos acompasa con la voluntad del Padre.
Hay una parte nuestra que quisiera programarlo todo: fortalecer en tres pasos, madurar en una semana, sanar esta tarde. Pero el Espíritu ama los procesos porque nos ama a nosotros. Él no fuerza frutos; los cultiva. Por eso la invitación es a permanecer. Permanecer es menos espectacular que conquistar, pero más fecundo. Permanecer es volver una y otra vez a la Palabra —no para acumular datos, sino para dejarnos leer—; es abrir el corazón en oración —no para manipular resultados, sino para rendir el control—; es caminar en compañerismo —no para entretener la soledad, sino para reconocer a Cristo en los otros—. Permanecer es una obediencia que aprende a vivir en clave de Presencia: “porque separados de Mí nada pueden hacer.” (Juan 15:5, NBLA). Lo contrario no es neutralidad: lejos de la vid, nos secamos.
Guardemos también esta advertencia de sabiduría: el fortalecimiento interior está ligado a lo que dejamos entrar. “Con toda diligencia guarda tu corazón, porque de él brotan los manantiales de la vida.” (Proverbios 4:23, NBLA). El corazón no es una bodega donde almacenar sin criterio; es un manantial que puede ensuciarse o mantenerse claro. Lo que repetimos cansa o nutre; lo que contemplamos deforma o transfigura. No se trata de negar noticias, dolores o preguntas; se trata de no permitir que ellos se erijan como ídolos. La fortaleza no nace de taparnos los oídos, sino de afinar el oído para que la primera voz, la más decisiva, sea la del Pastor.
A veces, el trabajo del Espíritu se identifica por las preguntas que empiezan a morir. La pregunta del control —“¿y si…?” repetida hasta la extenuación— va cediendo paso a la pregunta de la confianza: “Señor, ¿qué pides hoy de mí?”. Ya no necesitamos asegurarlo todo para avanzar; necesitamos obedecer la luz que tenemos. En otras ocasiones, la obra se reconoce por un coraje distinto: no el coraje que empuja y atropella, sino el que sostiene y espera sin ceder a la desesperación. Tal vez aún no vemos la restitución, pero ya caminamos con una entereza que no se explica por temperamento. Es Él, fortaleciendo por dentro para que el paso sea firme y el corazón, manso.
Imagino este fortalecimiento como una raíz que encuentra agua bajo tierra. Arriba, el verano es seco; abajo, hay un cauce secreto. No estamos inventando la humedad: estamos alcanzándola. Así actúa la gracia: nos lleva a donde el alma bebe. Puede ser a través de una frase breve que cargamos en el bolsillo del día; puede ser en una mesa de pan y vino donde el perdón vuelve a pronunciarnos limpios; puede ser en el abrazo de un hermano que, sin discursos, sostiene media hora de silencio con nosotros. Dios no compite con la fragilidad; la habita para sanarla. Y mientras lo hace, el interior se va ordenando, como un cuarto que recupera su claridad.
Todo esto no es evasión del mundo, sino el único modo de habitarlo responsablemente. Si por dentro estamos desbordados, por fuera terminamos hiriendo o huyendo. Si por dentro estamos anclados, por fuera podremos servir. La fortaleza interior no nos aparta de la historia; nos envía a ella con el corazón más parecido al de Cristo. Y cuando llegue el momento de decidir —buscar, esperar, hablar, callar, avanzar, detenernos— no lo haremos desde la ansiedad, sino desde la comunión. Esa es la diferencia entre reaccionar y responder: la reacción nace del miedo; la respuesta, del encuentro.
Que esta página sea un umbral: no una meta, sino un comienzo. Pide hoy lo que el apóstol pidió por la Iglesia: “Que Él les conceda… el ser fortalecidos con poder por Su Espíritu en el hombre interior” (Efesios 3:16, NBLA). Hazlo con confianza, porque todo esto se pide “conforme a las riquezas de Su gloria” (Efesios 3:16, NBLA), no conforme a tu propia fuerza. Si te parece poca tu fe, alcanza con la que tienes; si tu oración es torpe, alcanza con tu deseo. Déjate habitar de nuevo. Quizá hoy no cambie la escena, pero algo ya habrá cambiado: tú, por dentro, estarás de pie.
Y que, en el espíritu universal de la iglesia —la iglesia en general, la iglesia como un cuerpo colectivo y universal—, aprendamos a ser un pueblo que cuida su interior para bendecir el exterior; un pueblo que no confunde dureza con fortaleza ni prisa con obediencia; un pueblo que, en medio del “ya y todavía no”, camina ligero porque lleva dentro la Presencia. Entonces, aun si el mundo insiste en ruido, habrá en nosotros una música de fondo que nos sostenga. Y, paso a paso, esa música se volverá servicio, consuelo y verdad para muchos. Amén.



