¡Tú guardarás en perfecta paz
a todos los que confían en ti,
a todos los que concentran en ti sus pensamientos!
⏤Is. 26:3 (NTV)
A lo largo de nuestra vida, hemos sido condicionados por la sociedad y nuestro entorno a ver nuestras luchas como batallas que debemos librar para recuperar lo que hemos perdido o lo que nos han “robado”, ya sea por nuestros propios errores de juicio, fallas morales o como daños colaterales en la red de complejidades de la vida. Nuestra sociedad nos ha inculcado la creencia de que debemos triunfar en cada desacuerdo y/o desatino, lo que nos lleva a tomar cada conflicto como algo personal. Tendemos a internalizar esta noción, creyendo erróneamente que la responsabilidad de ganar estas escaramuzas recae únicamente sobre nosotros. Nos hemos creído la mentira de que estamos derrotados, solos, abatidos, y desolados. Sin embargo, la verdad es mucho más profunda: peleamos desde una posición de victoria, o más bien dicho defendemos nuestra posición desde la victoria.
La Biblia ilustra poderosamente esta verdad, principalmente a través del sacrificio de Cristo, quien derrotó decisivamente al diablo en la cruz. Ese momento marcó un punto de inflexión fundamental, que trajo consigo la promesa de liberación de una miríada de cargas, ya sean cadenas, dolor, hábitos dañinos, pensamientos destructivos o el gran peso de la depresión. Sirve como recordatorio de que no todos los desafíos requieren una confrontación para lograr la victoria. Algunos de los éxitos más profundos surgen de nutrir un corazón en paz. Esta paz proviene de centrarnos en Cristo, de cimentarnos en sus enseñanzas y de permitir que la presencia reconfortante del Espíritu Santo nos envuelva en medio de las tormentas de la vida.
Esta tranquilidad y firme determinación son dones de Dios; se originan en su Palabra son alimentadas y sostenidas por el Espíritu Santo. Cuando cultivamos esta quietud interior, descubrimos que se convierte en nuestra arma más formidable contra el caos que a menudo envuelve nuestras vidas. Esa serenidad divina nos impulsa a victorias que superan con creces todo lo que podríamos lograr mediante el conflicto. El mayor triunfo que podemos alcanzar no consiste simplemente en superar las dificultades externas, sino en conquistar nuestras dudas, ansiedades y agitación emocional. Se trata de liberarnos de los sentimientos de abandono y disipar las falsas creencias que sugieren que no somos suficientes o que somos simplemente peones en un juego más grande.
En el acto de estar quietos, mantener la compostura y entregarle por completo el control a Dios, encarnamos una profunda expresión de fe. Este poderoso acto resuena profundamente en un mundo frecuentemente consumido por la turbulencia y la discordia. Dice mucho sobre nuestra confianza en el plan de Dios y nuestra capacidad para encontrar consuelo en medio de la incertidumbre, del dolor, del fracaso, y de la decepción. Cuando nos apoyamos en esta seguridad divina, nos equipamos para los desafíos inevitables de la vida y servimos como un faro de esperanza y resiliencia para quienes nos rodean, un faro que alumbra con la luz del evangelio, con la luz de la verdad de Dios, con la realidad del amor eterno e inagotable del Padre Celestial.
Debemos abrazar de todo corazón la creencia de que nuestras vidas pueden manifestar el poder transformador de Dios. Es esencial entender que no todos los conflictos o luchas que enfrentamos requieren una participación directa de nuestra parte para lograr lo que percibimos como “victoria”. Nuestras percepciones del éxito, victoria, o de que hemos ganado, pueden no estar alineadas con lo que es considerado una verdadera victoria a los ojos de Dios. Lo que podríamos etiquetar como un triunfo podría verse como un fracaso desde una perspectiva divina. Esta desconexión surge cuando tomamos el asunto en nuestras propias manos, intentando controlar los resultados sin la guía divina, eliminando así a Dios de la ecuación. La verdadera victoria es cuando reconocemos que hemos caído, que hemos pecado, que tenemos rencor, que no queremos perdonar, que no hemos pasado la ofensa por el poder de la gracia de Dios, y en consecuencia dejamos todo en sus manos, soltamos, y nos sometemos al poder transformador de Dios.
Cuando nos apoyamos únicamente en el esfuerzo humano para resolver nuestros desafíos, los resultados suelen ser imperfectos, carentes de la bondad, la idoneidad y la perfección que sólo Dios puede proporcionar. La resolución adecuada surge sólo cuando renunciamos a nuestro impulso de controlarlo todo, a nuestra auto percibida necesidad de “justicia” (cuando en realidad lo que queremos es venganza, aunque la disfrazamos como una “justa retribución), a nuestra urgencia por ensuciar a quienes nos hirieron, lastimaron, u ofendieron; y permitimos que Dios manifieste su voluntad perfecta en nuestras vidas. Esta intervención divina conduce a una victoria holística que genera paz, sanidad y restauración genuinas. Esto lleva un proceso, y los procesos toman tiempo.
En muchos casos, nuestros triunfos más profundos surgen de nuestra capacidad de liberarnos de nuestras cargas y confiarlas a Dios. Al hacerlo, alimentamos un corazón que permanece tranquilo y resistente, fortalecido por el mover del Espíritu Santo dentro de nosotros, incluso en medio del caos de la vida. Al abrazar esta quietud y entregarnos al Espíritu Santo, manejamos nuestra arma más poderosa: una fe profunda en Dios, su poder omnipotente, su propósito divino y su voluntad perfecta. Esta fe produce un coraje, una fortaleza, y una paz sobrenatural que a menudo pasa desapercibido en medio del ruido de la vida cotidiana.
En estos momentos de fortaleza silenciosa y confianza inquebrantable, mostramos nuestro acto de fe más significativo: elegir apoyarnos en la paz de Dios, misma que el Espíritu Santo cultiva en nuestras vidas. Esta paz, arraigada en la Palabra de Dios, nos guía a través de nuestros momentos más turbulentos y nos lleva a una comprensión más profunda de lo que implica la verdadera victoria. Esta comprensión trasciende los meros resultados externos, ya que reconocemos que el sacrificio de Cristo en la cruz ya ha asegurado la victoria final. Esta victoria no es solo una promesa lejana; es una realidad presente, y es accesible para todos nosotros hoy. Todo lo que tenemos que hacer es descansar en Él, buscando su intervención divina, y abandonandonos por completo a su dirección, a su sanidad, a su restauración, a su propósito perfecto para nosotros. Cuando hacemos esto, la intervención divina nos conduce a un gran avance, transformando nuestras luchas en testimonios de fe y gracia.
A lo largo de nuestras vidas, todos hemos enfrentado una miríada de emociones y experiencias desafiantes. Cada uno de nosotros ha soportado momentos de profundo dolor y tristeza, ya sea por luchas personales, por la pérdida de seres queridos, relaciones rotas, compromisos rotos, o traiciones. Hemos sentido el aguijón de la decepción en nosotros mismos y en los demás, dejando marcas duraderas en nuestros corazones. Marcas que el Espíritu Santo quiere sanar por completo con su toque de amor y restauración divinos.
Ha habido momentos en los que hemos amado sinceramente y con todo el corazón, solo para encontrarnos con el corazón destrozado por las circunstancias o la traición. Por el contrario, también hemos sido nosotros los que hemos causado dolor, rompiendo involuntariamente el corazón de aquellos a quienes amábamos. Todos hemos estado, estamos, o estaremos en una posición similar. Es normal, somos humanos, somos imperfectos, y mientras estemos de éste lado de la eternidad, sufrimos los efectos del pecado y de un mundo caído en nuestras vidas, decisiones, y relaciones. De allí la importancia de escuchar la voz y la instrucción del Espíritu Santo, y algo muy importante, caminar acompañados por líderes maduros espiritualmente, que puedan ayudarnos trayendo consejo espiritual y sabio a tiempo, y fuera de tiempo.
En el transcurso de nuestras relaciones, hemos encontrado momentos en los que hemos decepcionado a otros, tal vez debido a nuestras deficiencias o presiones externas, sintiendo el peso de la culpa y el arrepentimiento. Al mismo tiempo, hemos experimentado la decepción de ser decepcionados por aquellos en quienes confiábamos, lo que nos ha llevado a sentir traición y tristeza. Lo que hacemos con estos sentimientos es nuestra responsabilidad. Tenemos dos opciones, la primera, es dejar que estas emociones nos dominen y nos lleven a hacer cosas que no son correctas, que a la larga nos dañarán, y nos volverán esclavos de la ira, el resentimiento, la falta de perdón, y una sed de venganza que no es sana. La segunda opción que tenemos, no es la más sencilla, involucra que conscientemente decidamos perdonar, aún a pesar del dolor, la tristeza, la decepción, la frustración, y la decepción. Cuando perdonamos, entramos a otro nivel en nuestra vida, pues estamos soltando, y le estamos entregando a la persona, la situación, y las emociones a Dios. Él se encargará de sanar y restaurar nuestros corazones así como nuestra vida.
En esta compleja red de interacción humana, cada experiencia añade profundidad a nuestra comprensión del amor, la pérdida y la intrincada naturaleza de las conexiones humanas. Hemos tomado decisiones convencidos de que eran lo correcto cuando, en realidad, confundimos la voz de Dios con la nuestra. Es de esperarse que nos sintamos tristes, quebrantados y desilusionados con nosotros mismos. Lo que no es normal para un hijo de Dios es sentirse desilusionado, enojado o desencantado con Él. Debemos aprender y tomar el coraje de reconocer y asumir la plena responsabilidad de nuestros conceptos erróneos, fracasos, decisiones y daños a otros, muchas veces no intencionalmente. El mundo nos enseña que debemos superar todas estas situaciones buscando lo que él concibe como una victoria, que en la mayoría de los casos implica venganza o difamar para manchar y ensuciar el buen nombre y testimonio de quienes nos hicieron daño. No hay necesidad de hacer lo que le corresponde a Dios. Él es quien se encarga de trabajar en la vida y en los corazones de las partes involucradas. Ese no es el camino de Dios. Él nos enseña a perdonar. El perdón no se trata de liberar a la otra persona. Aún así, se trata de liberarnos de sentimientos que con el tiempo no solo producirán raíces de amargura, sino que nos harán vivir con resentimiento que nos encadenan y no nos permitirá disfrutar de las bendiciones que Dios quiere darnos. Las bendiciones de Dios están diseñadas para que las disfrutemos, nos deleitemos en ellas y nos alegremos. Pero si hay amargura y resentimiento en nuestro corazón, no podremos disfrutar de lo que Dios quiere darnos y, en consecuencia, no disfrutaremos de la vida; seremos esclavos de la amargura, la falta de perdón, el odio y el resentimiento. Emociones que nos carcomen si no dejamos que Dios se ocupe de estos sentimientos. Y al final, nosotros seremos los más lastimados, y saldremos mucho más dañados.
Solos, a menudo luchamos para navegar por las emociones complejas que experimentamos, ya que pueden ser abrumadoras y difíciles de procesar. Es esencial reconocer que, si bien podemos buscar consuelo en nuestra fe y recurrir a Dios en busca de orientación, es igualmente importante buscar apoyo. Conectarse con personas espiritualmente maduras que puedan brindar sabiduría y comprensión y con profesionales de la salud mental con la capacitación y la experiencia puede marcar una diferencia significativa en nuestro bienestar emocional. Estos recursos pueden ayudarnos a comprender mejor las cosas, desarrollar estrategias de afrontamiento y encontrar un camino hacia la sanidad emocional. No debemos intentar enfrentar nuestros desafíos de manera aislada, sino aceptar el apoyo disponible a través de nuestra comunidad espiritual y los servicios de salud mental que están disponibles. De ninguna manera debemos navegar solos por esta montaña rusa emocional. Somos parte de la Iglesia; por lo tanto, podemos buscar ayuda, refugio y satisfacción dentro de la seguridad de nuestra comunidad de fe.
Existen profesionales conocidos como consejeros bíblicos que poseen una formación especializada en los campos de la salud mental, la orientación espiritual y la enseñanza bíblica. Estos consejeros integran los principios psicológicos con la sabiduría bíblica, lo que les permite brindar apoyo y orientación integrales a las personas que buscan ayuda. No tengamos miedo de recurrir a uno.
Es esencial reconocer que pedir ayuda no es una señal de debilidad, sino que es una muestra de vulnerabilidad encomiable. Aceptar la vulnerabilidad es un paso crucial en el proceso de sanidad, ya que crea una oportunidad, hermosa y única, para que el Espíritu Santo produzca crecimiento personal y transformación sobrenatural. Tal enmienda sólo es posible a través de la verdad y los principios de Dios mediante el mover activo y sobrenatural del Espíritu Santo en nuestras vidas.
Esta transformación es operada profundamente por la obra activa del Espíritu Santo en nuestras vidas. El Espíritu Santo es fundamental para guiar, consolar y empoderar a las personas mientras enfrentan sus desafíos y buscan una conexión más profunda con Dios. A través de esta asociación con el Espíritu Santo, podemos experimentar un cambio y una sanidad genuinos, que nos lleven a una vida más plena y con más propósito.
La fe genuina no puede existir simplemente como una creencia abstracta; debe manifestarse activamente en nuestras acciones, elecciones e interacciones diarias con el mundo que nos rodea. La verdadera fe se demuestra fundamentalmente a través de la forma en que aceptamos las dificultades, el dolor, la tristeza, la traición y el abandono y vivimos nuestras vidas reflejando nuestros valores fundamentales, principios rectores, basados y anclados en las Escrituras, y una confianza inquebrantable en Dios, que es mucho más grande que nosotros.
En nuestra naturaleza humana, existe una tendencia a elevarnos a un estado similar al de un dios. Puede que no expresemos esta inclinación en voz alta. Sin embargo, nuestro deseo de controlar todos los aspectos de nuestra vida y de quienes nos rodean a menudo revela una creencia subyacente de que poseemos el dominio sobre nuestras circunstancias. Este impulso de orquestar nuestra existencia implica que nos vemos a nosotros mismos no sólo como administradores de nuestras vidas, sino como deidades que exigen que todo gire en torno a nuestros deseos y objetivos. El mundo, nuestras relaciones, y Dios no orbitan alrededor de nosotros, nuestra vida debe de girar en torno a Dios, su voluntad, y su palabra.
Si nuestra fe en Cristo y su Palabra no influye en nuestro comportamiento cotidiano, en nuestras decisiones y en nuestras interacciones con los demás, entonces carecen de la riqueza y la autenticidad que constituyen la verdadera fe. La verdadera fe no se limita a aceptar el evangelio o a vivir una experiencia de nuevo nacimiento; es un compromiso más profundo que implica entregar nuestros pensamientos, deseos, emociones y preferencias personales a Dios. Se trata de una entrega profunda a la obra del Espíritu Santo en nuestro ser.
La verdadera fe se extiende a cada faceta de nuestra vida, y nos llama a someter nuestros pensamientos, nuestra moral, nuestras emociones, nuestras relaciones y nuestras decisiones a las verdades y principios transformadores que se describen en la Biblia. Es muy fácil confundir la fe con la adhesión a un sistema religioso o a una tradición de culto particular. En realidad, la fe representa una decisión consciente y valiente de aventurarnos en lo desconocido y glorioso que se encuentra ante nosotros, respaldados por la firme convicción de que Dios no sólo está a nuestro lado, sino que nos sostiene y nos conduce con firmeza y amor mientras navegamos por los territorios gloriosos e inexplorados que se despliegan ante nosotros.
Este camino de fe requiere una profunda confianza en el carácter de Dios, un compromiso pleno con sus promesas y obediencia por nuestra parte. La verdadera fe se evidencia en la forma en que nos comunicamos unos con otros, en cómo nutrimos y cultivamos las relaciones y en la decisión de nuestras acciones. Tiene sus raíces en una creencia auténtica y refleja una vida caracterizada por el amor, la compasión y un compromiso inquebrantable con vivir las verdades, los principios y la moral contenidos en la Biblia, que nacieron de Dios, permitiéndonos así conocer su corazón, su mente y su carácter. En última instancia, esta encarnación holística de la fe transforma no solo nuestras vidas, sino también las vidas de las personas que encontramos en nuestro camino, y con las que desarrollamos relaciones emocionales e intrapersonales.