Ramá: Correr a la Presencia
Cuando la vida nos persigue, Dios nos abre casa en Naiot.
Serie: Naiot: cuando el refugio se vuelve llamado
Subtítulo: De huir a habitar: Dios defiende, sana y nos vuelve a enviar.
Extrada #1
A veces el alma corre antes que los pies. Hay días en que uno despierta con la sensación de que algo—o alguien—nos sigue de cerca, como un soplo frío en la nuca. La historia que nos alcanza hoy no nace en una sala iluminada ni en un templo silencioso, sino en una huida. David corrió hacia Ramá, no porque tuviera un plan perfecto, sino porque escuchó el nombre correcto: Samuel. “Así que David escapó y fue a Ramá para ver a Samuel, y le contó todo lo que Saúl le había hecho” (1 Samuel 19:18, NTV). Y en ese gesto que parece desesperación hay sabiduría: no corrió hacia el ruido, corrió hacia una voz que sabía escuchar a Dios. Allí, donde habita la escucha, comienza el refugio.
Me imagino a David llegando sin aliento, con la mirada aún en el horizonte por si las lanzas regresaban en el viento. No llegó a entregar un informe; llegó a descargar un corazón. Y Samuel, más que hacer preguntas, ofreció casa. A veces la guía de Dios se parece menos a un mapa y más a una puerta que se abre. Las temporadas peligrosas piden esta clase de obediencia: la que no presume control, sino que respira hondo y busca presencia. No hace falta adornar la palabra: el peligro existe. La fatiga y la ansiedad son reales. El cuerpo lo sabe. Por eso, la oración no es un voto piadoso, es oxígeno. “Oré al SEÑOR, y él me respondió; me libró de todos mis temores” (Salmos 34:4, NTV). Hay liberaciones que comienzan con un susurro en la garganta antes de que cambie el paisaje.
Ramá y Naiot no son solo coordenadas antiguas; nombran ese lugar extraño y bendito donde, aun perseguidos, somos acogidos. Puede ser una sala pastoral con sillas gastadas, una mesa con café tibio, un mensaje a tiempo de alguien que conoce la voz del Pastor. Quien encuentra a su “Samuel” reconoce algo: Dios no nos suelta en el borde de la noche; allí mismo pone una lámpara. “El SEÑOR es mi luz y mi salvación, entonces ¿por qué habría de temer?” (Salmos 27:1, NTV). La luz no siempre quita la noche; a veces la vuelve transitable. La salvación no siempre arranca las espinas; a veces nos enseña a caminar sin desangrarnos. En ese misterio, el Reino ya ha irrumpido, y sin embargo seguimos esperando la plenitud. Caminamos entre promesas cumplidas y anhelos por cumplir, sostenidos por una presencia que no se retrasa ni se adelanta, que nos acompaña.
Lo más precioso de Naiot es que allí el alma deja de esconderse. David “le contó todo” a Samuel: no una parte, no la versión más presentable, sino el relato entero con su filo y su ruido. En tiempos de persecución interior—culpa, vergüenza, dudas—y exterior—palabras que hieren, decisiones injustas, traiciones—contarlo todo es una forma de confiar. La transparencia no nos debilita; nos abre a la defensa de Dios. Porque sí: hay ocasiones en que la justicia parece tardía, y la tentación es encender un fuego propio. Pero en la casa de los que escuchan, aprendemos a apagar la antorcha de la venganza para encender el altar de la confianza. La Escritura nos lo recalca como ancla para el pecho: “El nombre del SEÑOR es una fortaleza firme; los justos corren a él y quedan a salvo” (Proverbios 18:10, NTV). Correr a Él: eso hizo David; eso hacemos cuando la voz de un “Samuel” nos recuerda dónde está la puerta.
La fe que corre a la presencia no es evasión; es la valentía de poner la vida bajo otra autoridad. Cuando la amenaza ocupa todo el campo visual, Dios nos enseña a dirigir la mirada, no a negar la realidad. Por eso Ramá no es una cueva: es una escuela. En ella se aprende a respirar, a ordenar el corazón, a escuchar antes de levantarse. Hay estaciones en que nuestra única liturgia posible es esta secuencia sencilla: llegar, contar, descansar, obedecer. Llegar: porque el orgullo ama la soledad, pero la humildad sabe pedir ayuda. Contar: porque la verdad sana al nombrarse. Descansar: porque el cuerpo necesita que el alma le predique esperanza. Obedecer: porque la salida no siempre es huir, a veces es esperar una palabra y moverse solo cuando el Pastor camina.
David no fue a Ramá para armar un ejército, sino para recuperar su alma. Y eso, en sí, ya es una victoria que el enemigo no entiende. Cuando nada cambia afuera, cambia algo adentro: la postura. Se endereza el ánimo, se oye otra música, aparece un sí más profundo que el miedo, un sí que no se apaga con el viento. El Reino obra así: siembra semillas silenciosas que rompen el suelo cuando nadie mira. Y mientras tanto, qué hacemos: obedecer a la luz que recibimos. A veces será práctico—hacer una llamada, buscar consejería, dormir por fin—; otras, será invisible—perdonar en el corazón, soltar la queja, alabar en voz baja. En cualquier caso, la puerta sigue abierta. Y quien cuida la puerta no somos nosotros: es el Señor que nos recoge y nos renueva.
Quizá tú también llegas hoy con pasos cortos, temiendo que la noche no termine. Permíteme decirte, sin prisa, lo que aprendió David en aquella carrera: no estás abandonado. Ramá está más cerca de lo que crees, y el “Samuel” que necesitas puede estar a una conversación de distancia. Presenta tu historia sin recortes. Dios no se asusta de lo que traes. Su defensa no siempre desarma al enemigo de inmediato, pero desarma la desesperación que nos arrastra. Hay una paz que no negocia con el peligro y, sin embargo, lo atraviesa. Hay un descanso que no depende de las estadísticas ni de la simpatía de quienes opinan desde lejos. Hay una unción que no es un espectáculo: es aceite sobre heridas verdaderas.
En ese aceite se encuentra una verdad que sostiene: Dios no te pide que fabriques seguridad; te invita a refugiarte en su nombre. No se trata de planear cada variable, sino de permanecer donde Él ha decidido habitar. A veces esa permanencia es geográfica—una comunidad concreta, una casa espiritual; a veces es interior—la habitación del corazón donde el Espíritu enciende una vela que no se apaga con el viento. Allí nos descubre el tono de su voz, y esa voz comienza a ordenar lo que el miedo desordenó. Escucha: el mismo Dios que sostuvo a David cuando corría, te sostiene ahora. Su Palabra no juega con nuestra fragilidad; la toma en serio, la abraza y la conduce: “El SEÑOR es mi luz y mi salvación, entonces ¿por qué habría de temer?” (Salmos 27:1, NTV).
Pienso en quienes hoy tienen que decidir si siguen corriendo sin rumbo o si buscan a Samuel. Tal vez te han herido en la casa que debía cuidarte. Tal vez llegó la carta, el diagnóstico, el cierre inesperado de una puerta. Tal vez no hay villanos, solo el peso de la vida que se volvió demasiada. A todos nos alcanza un día ese borde. Y, sin embargo, en Naiot hay lugar. Allí los que profetizan no son estrellas, son gente común con oídos despiertos; allí el Espíritu no adorna la escena, sino que sostiene la existencia; allí los cansados no se esconden, se sientan. Allí la esperanza no es consigna, es pan. Por eso Ramá es más que memoria: es la forma en que el Dios presente nos entrena para el futuro prometido. Es el “ya” que alimenta el “todavía no”.
Quisiera cerrar con una oración sencilla, como quien deja la ventana entreabierta para que entre la mañana: Señor, recibes nuestras carreras y no nos reprendes por llegar con polvo. Danos la gracia de buscar primero tu nombre, de contar sin adornos lo que nos duele, de descansar en tu defensa y de obedecer la luz que nos das. Enciende en nosotros la lámpara que hace transitable la noche, y muéstranos a los “Samueles” que has puesto a nuestro lado para escucharnos y levantarnos. Y haznos, también, esa clase de casa para otros: que, en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal, aprendamos a tejer refugios, a sostener al que llega sin aliento y a enviar, con manos sobre los hombros, a los que curaste para que vuelvan a cantar.
Cuando estés listo para dar el siguiente paso, regresa a Ramá. Allí, en la quietud que nace de una Presencia, escucharás otra vez tu nombre. Y el miedo, aun si sigue ahí afuera, ya no llevará las riendas adentro. Porque el nombre del Señor sigue siendo fortaleza; y nosotros, de nuevo, corremos a Él: “El nombre del SEÑOR es una fortaleza firme; los justos corren a él y quedan a salvo” (Proverbios 18:10, NTV). “Oré al SEÑOR, y él me respondió; me libró de todos mis temores” (Salmos 34:4, NTV). Amén.



