Respirar el Futuro
Paz—Misión—Espíritu—Perdón: la cadena pascual que nos forma hoy y nos abre mañana.
Serie: Entre puertas cerradas y cielos abiertos
Paz que envía, Espíritu que vivifica y perdón que abre camino (Juan 20:19–23), en la tensión del ya y el todavía no.
Entrega 6: Respirar el Futuro.
Hay tardes en que el mundo parece suspenderse un momento, como si el aire se detuviera para escuchar. En la memoria vuelve la habitación con puertas cerradas, el miedo que sabe poner cerrojos, la voz que irrumpe con una palabra antigua y nueva: “—¡La paz sea con ustedes! —repitió Jesús—. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes.” (Juan 20:21, NVI). Acto seguido, la cercanía se vuelve aliento: “Acto seguido, sopló sobre ellos y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo.” (Juan 20:22, NVI). Y, con el mismo tono sereno, la responsabilidad que pesa como llave en la mano: “A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados.” (Juan 20:23, NVI). Paz, envío, aliento, perdón: cuatro notas que, juntas, componen una música que no ha dejado de sonar.
La paz no es un paréntesis emocional; es la presencia del Señor ordenando el interior para que el exterior no nos venza. Es don, no conquista. Por eso puede pronunciarse en medio de cerrojos y quedar fija como eje: “No se angustien. Confíen en Dios y confíen también en mí.” (Juan 14:1, NVI). No elimina la aflicción, la atraviesa con sentido: “En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo.” (Juan 16:33, NVI). Cuando la paz se vuelve respiración, cambia el tono de nuestras decisiones, la forma de mirar al otro, el modo de cargar con lo que duele. De esa quietud nace el segundo movimiento.
“Como el Padre me envió…”: el envío no es voluntarismo religioso ni ansiedad por resultados; es obediencia que nace de comunión. Vamos porque Él vino. Caminamos con la brújula del Hijo, no con la del ruido del momento. Y no vamos “por nuestra cuenta”: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos…” (Mateo 28:18–19, NVI). El “por tanto” nos libra de dos extremos: ni activismo frenético sin descanso, ni devoción encerrada sin calle. Salimos con pasos pequeños y fidelidad grande; reconocemos que el amor del Maestro siempre tuvo forma de toalla, mesa, camino. Y mientras andamos, el anuncio se hace carne: “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él.” (Juan 3:17, NVI). Nuestro decir y nuestro hacer cargan esa buena noticia, no un catálogo de superioridades.
Pero el envío no pide heroísmos solitarios; pide aliento. La promesa lo dice con sencillez: “Ahora voy a enviarles lo que ha prometido mi Padre, pero ustedes quédense en la ciudad hasta que sean revestidos del poder de lo alto.” (Lucas 24:49, NVI). No hay prisa que reemplace al Espíritu; no hay planificación que sustituya su vida. “Pero cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder, y serán mis testigos… hasta los confines de la tierra.” (Hechos 1:8, NVI). Este poder no es estruendo por sí mismo, es capacidad de amar con persistencia, de decir la verdad sin dureza, de esperar sin cinismo, de resistir el mal con el bien. Ahí, la tensión del “ya y el todavía no” late como corazón: ya respiramos un aire nuevo; todavía aguardamos la expansión que enciende las plazas y los pasillos de nuestros barrios.
El cuarto movimiento es la llave del perdón. Aquí el Evangelio deja de sonar a idea y se vuelve pan para conciencias concretas. No inventamos absoluciones ni fabricamos culpas: anunciamos lo que Dios hace en Cristo. “En él tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados, conforme a las riquezas de la gracia de Dios.” (Efesios 1:7, NVI). Por eso podemos decir con voz limpia a quien cree y se vuelve al Señor: perdonado. Y también, con lágrimas y verdad, sostener el límite cuando el corazón se niega a cruzar la puerta. Retener no es condenar para siempre; es negarnos a mentir ofreciendo paz donde todavía no hay entrega. Una comunidad sana aprende a usar esa llave con manos lavadas: perdonar y consolar “para que no sea consumido por la excesiva tristeza… reafirmen su amor hacia él.” (2 Corintios 2:7–8, NVI). La disciplina sin consuelo desgarra; el consuelo sin disciplina desprotege. El amor sabe hacer ambas cosas sin espectáculo.
En esta cadena pascual, cada nota sostiene a la otra. La paz sin envío se vuelve refugio inmóvil; el envío sin paz se vuelve activismo cansado. El Espíritu sin obediencia se degrada en emoción suelta; la obediencia sin Espíritu se endurece en deber sin vida. El perdón sin verdad se trivializa; la verdad sin perdón hiere. Cuando el Resucitado pone estas cuatro palabras en el centro, nos está enseñando a ser su pueblo en el intermedio de la historia: ya resucitó, todavía esperamos la plenitud visible de su Reino. Ese intermedio no es una sala de espera aburrida; es el taller donde se forja una esperanza que trabaja.
¿Cómo luce esta música en el día común? Tal vez así: un saludo que cambia el clima de una oficina; una conversación sin prisa donde alguien por fin pone en palabras lo que no podía; una mesa con lugar para quien regresa con vergüenza; una decisión tomada sin atajos; una frontera puesta a tiempo que protege a los frágiles; una oración breve en el pasillo del hospital. Nada de eso es ruido de titulares, pero todo eso hace Reino. “Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él.” (Colosenses 3:17, NVI). Hacer en su nombre convierte lo cotidiano en altar y vuelve creíble el anuncio.
También se ve en la manera de esperar. Esperar no es cruzarse de brazos, es mantener la lámpara encendida y el corazón dispuesto. Hay días de viento recio y días de brisa casi imperceptible; en ambos, el Espíritu trabaja. Hay estaciones de claridad y temporadas de silencio; en ambas, la paz sostiene. A veces la semilla tarda, pero el calendario de Dios no es capricho: “No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos.” (Gálatas 6:9, NVI). Entre tanto, la cadena pascual evita dos trampas: la desesperación que anuncia derrota antes de tiempo y el triunfalismo que confunde promesa con espectáculo.
Si hoy te pesa la culpa, vuelve al centro con una frase que ha rescatado a multitudes: “Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1:9, NVI). Si hoy te abruma la aflicción, toma aire con la voz del Señor: “En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo.” (Juan 16:33, NVI). Si hoy te paraliza la sensación de que nada cambia, confía en la promesa que no caduca: “recibirán poder, y serán mis testigos…” (Hechos 1:8, NVI). No se trata de sentir siempre lo mismo; se trata de permanecer en Aquel que permanece.
Me gusta imaginar el futuro como una casa donde esta música ya suena sin interferencias. No habrá puertas cerradas ni lágrimas que recoger: “Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor…” (Apocalipsis 21:4, NVI). Hasta entonces, respiramos el futuro en miniatura cada vez que practicamos la paz, caminamos el envío, abrimos las manos al Espíritu y pronunciamos perdón con verdad y ternura. La cadena pascual no es un concepto: es una manera de vivir que anticipa el mundo que viene.
Para terminar, te propongo un gesto sencillo para esta semana: al despertar, susurra estas cuatro palabras en orden —paz, envío, aliento, perdón— y pídele al Señor una oportunidad concreta para practicar cada una. La paz en una reacción que ibas a escalar; el envío en un paso de servicio pequeño; el aliento en una pausa breve para recibir; el perdón en una frase que suelte a alguien o ponga un límite que cuide. No hace falta más: de esas obediencias mínimas se alimenta una esperanza mayor.
Y que todo esto —la paz que estabiliza, la misión que orienta, el Espíritu que vivifica y el perdón que abre camino— se reconozca, se celebre y se practique en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal. Distintos acentos, una misma melodía; diversas mesas, un mismo pan; muchas manos, un mismo envío. Ya el Resucitado está en medio, diciendo lo necesario para iniciar de nuevo. Todavía veremos su Reino brillar sin sombra. Mientras tanto, respiramos el futuro y lo caminamos juntos.