A veces, cuando camino solo bajo la luz tenue de un amanecer incierto, me descubro repitiendo sin saberlo las palabras de Pablo, como una letanía que mi alma ya aprendió de memoria: “y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe.” (1 Corintios 15:14, LBLA). Hay frases que no necesitan explicación. Hablan desde lo más profundo del vértigo humano. Porque si Él no ha resucitado, todo se deshace. Si el cuerpo del Hijo no se levantó al tercer día, entonces no hay roca, no hay redención, no hay mañana. Pero si se levantó —si de verdad venció la muerte, la corrupción, la condena— entonces no hay sombra que no sea pasajera, no hay pecado que no haya sido cubierto, no hay herida que no sea redimible.
La resurrección no es un adorno del Evangelio; es su columna vertebral. Sin ella, el sacrificio sería heroico pero insuficiente. Una entrega noble, conmovedora, incluso ejemplar… pero no salvadora. Lo que transforma el Gólgota en altar y no en simple martirio es que la sangre derramada no fue absorbida por la tierra para siempre, sino que fue elevada al cielo como intercesión eterna. La cruz y la tumba se sostienen mutuamente. Una sin la otra es solo mitad del misterio.
Y en el corazón de este misterio, está el dolor. No un dolor accidental, sino vicario. Sustitutivo. El Hijo del Dios viviente cargando no solo con nuestros pecados, sino con nuestras enfermedades, nuestras vergüenzas, nuestras traiciones. “Él fue traspasado por nuestras rebeliones y molido por nuestras iniquidades. Sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz y gracias a sus heridas fuimos sanados.” (Isaías 53:5, NVI). Cuando lo miro en la cruz, no lo veo como una víctima más de un sistema injusto. Lo veo como el Cordero elegido, ofrecido voluntariamente, cumpliendo una voluntad eterna que lo llevó no por error, sino por amor.
Pero no murió simplemente como un hombre bueno. Murió como el Hijo. Como el verbo encarnado. La segunda persona de la Trinidad no miró desde lejos. Se hizo cuerpo. Se hizo herida. Se hizo silencio. Se dejó escupir por aquellos a quienes sostenía con su aliento. Se dejó despojar por aquellos a quienes vino a cubrir. Ese es el escándalo y la gloria de la cruz: que Dios mismo, en Cristo, estaba reconciliando al mundo consigo (2 Corintios 5:19).
Y esa reconciliación no es abstracta. Tiene rostro. Tiene sangre. Tiene día y hora. Tiene una cruz clavada entre cielo y tierra donde la justicia y la misericordia se besaron. Como sacerdote eterno, Jesús ofreció el sacrificio perfecto: no ajeno, sino propio. No repetible, sino final. “Porque con un solo sacrificio ha perfeccionado para siempre a los que han sido santificados.” (Hebreos 10:14, NVI). El altar no fue de piedra tallada, sino de madera astillada.
Cuando contemplo este sacrificio, algo en mí se rompe y se reconstituye. Porque no fue solo el Hijo del Hombre el que murió, fue el Hijo de Dios. Y esa doble naturaleza —humana y divina— es la que hace que su entrega sea inmaculada, suficiente, eterna. Si solo hubiera muerto un justo, lo lamentaríamos. Pero murió el Autor de la vida, y eso cambia todo. No hay pecado demasiado denso, ni culpa demasiado antigua, ni cadena demasiado forjada.
Y sin embargo, no es la muerte lo que transforma. Es la resurrección. Es la mañana en la que la piedra fue removida no por manos humanas, sino por el poder del Espíritu Santo. Es ese jardín donde los ángeles se sentaron donde antes hubo un cadáver. Es ese instante en que el cuerpo del Nazareno comenzó a moverse de nuevo, no con los límites de lo anterior, sino con la plenitud de lo eterno. “Él ha fijado un día en que juzgará al mundo con justicia, por medio del hombre que ha designado. De ello ha dado pruebas a todos al levantarlo de entre los muertos.” (Hechos 17:31, NVI).
La fe cristiana no descansa en teorías, ni en moralismos, ni siquiera en principios éticos, por altos que sean. Descansa en un hecho: que hubo un muerto que ya no está muerto. Que hay una tumba vacía. Que hubo testigos. Que hay cicatrices glorificadas en un cuerpo incorruptible. Que la muerte fue derrotada desde adentro.
Y esto no es mera historia antigua. Es el centro de mi fe. Es lo que me sostiene cuando todo tambalea. Cuando mi oración parece no llegar al cielo. Cuando mis días se vuelven grises y mi corazón no siente. Allí, justo allí, recuerdo que no creo en una idea. Creo en un evento. Creo en un Rey resucitado.
Y en esa resurrección, se valida todo lo demás. El perdón tiene peso porque hubo una cruz. Pero tiene eficacia porque hubo una resurrección. La expiación no es un concepto bonito; es el precio pagado por el que vive. La fe no es un acto de optimismo religioso; es un anclaje en una tumba vacía. Y la esperanza no es un consuelo imaginario; es el fruto de saber que la muerte ha sido vencida.
El Evangelio que creo no está centrado solo en lo que Jesús enseñó, sino en lo que Él hizo. Y lo que Él hizo no termina con su muerte. El clímax no es el Gólgota, sino el huerto. No sólo es el “consumado es”, sino el “¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive?” (Lucas 24:5, NVI).
Y cuando contemplo esto, la fe se vuelve carne. Ya no es doctrina solamente. Es sustento. Es latido. Es la certeza profunda de que no camino hacia la oscuridad, sino hacia la luz. Que el juicio ya ha sido ejecutado en otro, y que yo camino libre. Que el pecado ya ha sido absorbido, y que yo puedo andar limpio. Que la muerte ya ha sido vencida, y que yo no moriré eternamente.
Jesús no solo actuó como nuestro sustituto. Lo hizo como Profeta, Sacerdote y Rey. Como Profeta, nos reveló lo invisible, anunciando el Reino que ya ha irrumpido, aunque aún esperamos su plenitud. Como Sacerdote, ofreció el sacrificio y fue el sacrificio. Intercedió no con palabras, sino con sangre. Como Rey, no reinó desde un trono de oro, sino desde una cruz de vergüenza. Pero su resurrección lo entroniza para siempre como Señor de todo.
No hay sistema religioso que pueda reclamar esto. No hay maestro espiritual que haya dicho: “—Destruyan este templo — …y lo levantaré de nuevo en tres días.”, y que lo haya hecho (Juan 2:19, NVI). No hay otra fe donde el que murió ahora vive y reina. Y es eso lo que me da certeza. No me sostengo en mi fe, sino en Aquel en quien creo. Él me sostiene a mí.
Y en los días cuando la culpa golpea fuerte, y la voz del acusador me recuerda mis fracasos, mi corazón se aferra al Hijo. No al moralista, no al profeta admirable, no al mártir inspirador. Al Cordero resucitado. Al Hijo que se entregó por mí. Al Señor que vive y que vendrá.
La resurrección no solo me asegura que Jesús venció. Me asegura que su obra fue aceptada. Que el Padre dijo “sí” al sacrificio. Que el velo se rasgó y el camino quedó abierto. Que no hay nada más por pagar. Que la salvación es don, y que la fe es respuesta.
Y esa fe no es mía por mérito. Es un regalo que recibo cada mañana como pan fresco. Es la confianza tejida con las hebras del Evangelio. Es la mirada puesta en el Invisible. Es el suspiro del que ya no puede más, pero aún cree.
Mi fe no descansa en mí. Descansa en Él. En su muerte. En su resurrección. En su trono. Por eso puedo decir con plena certeza: tengo fe. No porque yo sea fuerte, sino porque Él vive. Y porque Él vive, yo también viviré (Juan 14:19).