Serie: Fortalecidos en el valle
Aprender a consultar al Señor y a respirar Su fuerza en medio de la amargura
Entrada #2
Antes de la carrera, hubo un gesto. Antes de la estrategia, un ruego sencillo que abrió un camino en la noche. “Entonces dijo David al sacerdote Abiatar, hijo de Ahimelec: «Te ruego que me traigas el efod». Y Abiatar llevó el efod a David.” (1 Samuel 30:7, NBLA). No es menor detalle: cuando el humo y el llanto todavía impregnaban la piel, cuando la amargura del pueblo amenazaba con convertirlo todo en piedra, David no corrió, no improvisó, no se dejó arrastrar por la urgencia que empuja a decidir sin alma. Pidió el efod. Pidió un lugar para oír. Pidió, en medio del ruido, silencios que le recordaran de quién es la voz que realmente ordena el día.
La Escritura lo dice con la calma de quien anota lo esencial: “Y David consultó al SEÑOR: «¿Perseguiré a esta banda? ¿Podré alcanzarlos?». Y Él le respondió: «Persíguelos, porque de cierto los alcanzarás y sin duda los rescatarás a todos».” (1 Samuel 30:8, NBLA). En estos pocos trazos, el corazón aprende una gramática que necesitamos recuperar: preguntar antes de movernos, entregar la ansiedad antes de la acción, y consentir que sea la voz de Dios —no el miedo, no la multitud, no la ira— la que marque el compás. Consultar no es pedir permiso a un cielo distante; es abrir el pecho a la Presencia que nos habita y recibir una palabra que sostiene los huesos.
Ahora bien, conviene decirlo con claridad amorosa: el efod no es un amuleto, no es una técnica, no es un atajo para evitar el misterio. La misma Biblia que nos muestra a David pidiendo el efod nos advierte que, en otras manos, lo sagrado puede ser prostituido por el corazón cuando busca control. “Gedeón hizo de ello un efod, y lo colocó en Ofra, su ciudad, con el cual todo Israel se prostituyó allí, y esto vino a ser ruina para Gedeón y su casa.” (Jueces 8:27, NBLA). El símbolo, sin la obediencia del corazón, se vuelve trampa. El objeto, sin la Presencia, se vuelve peso. No es el lino ni el metal: es el Señor quien habla, guía y rescata.
Si el efod nombraba el lugar de la consulta, hoy ese lugar tiene nombre y rostro. “Mis ovejas oyen Mi voz; Yo las conozco y me siguen.” (Juan 10:27, NBLA). No miramos a una prenda, miramos al Pastor. La consulta ya no se reduce a Urim y Tumim, sino que se vuelve relación: reconocer la voz que nos llama por nombre, una familiaridad santa que se gesta a fuerza de escuchas pequeñas y diarias. Consultar al Señor es la forma de amar que tiene la confianza: lo buscamos porque es bueno, lo oímos porque nos conoce, y lo seguimos porque su voz trae vida.
Por eso, traer el efod —traer el corazón a la Presencia— es decidir que la prisa no tendrá la última palabra. La prisa es mala consejera porque confunde urgencia con obediencia. La obediencia, en cambio, sabe detenerse para preguntar: “¿Perseguiré…? ¿Podré…?”. Tal vez no conseguiremos enseguida toda la ruta; tal vez lo único que recibamos sea el siguiente paso, pero ese paso, cuando nace de la voz, es suficiente. “Confía en el SEÑOR con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus sendas.” (Proverbios 3:5–6, NBLA). La promesa no dice que veremos el mapa entero; dice que habrá sendas enderezadas bajo nuestros pies.
Consultar al Señor es un arte que se aprende en la intemperie. A veces la voz es un murmullo en la espalda: “Tus oídos oirán detrás de ti estas palabras: «Este es el camino, anden en él»…” (Isaías 30:21, NBLA). A veces la voz es una luz que irrumpe en la página y nos nombra de manera tan precisa que parece que toda la Escritura hubiera sido escrita para ese minuto. Otras veces la voz llega a través de la comunidad: un hermano que ora despacio por nosotros y, sin saberlo, enuncia la frase que veníamos buscando. Y hay días en que la voz es solo un deseo humilde de obedecer, un “sí” que nos encuentra por dentro cuando alzamos los ojos y decimos: “Heme aquí; muéstrame el paso de hoy”.
No se trata, entonces, de multiplicar señales, sino de cultivar sensibilidad. “Cuando dijiste: «Busquen Mi rostro», mi corazón te respondió: «Tu rostro, SEÑOR, buscaré».” (Salmo 27:8, NBLA). La consulta nace de este llamado y de esta respuesta. No es curiosidad por el futuro; es hambre por el Rostro. No es ansiedad de control; es deseo de comunión. Al buscar su rostro, el corazón deja de negociar con el miedo, y la mente aprende a no dictar sentencias antes de tiempo. Mientras tanto, la vida se vuelve liturgia sencilla: abrir la Escritura como quien abre una ventana, dejar que una frase nos acompañe en el trayecto al trabajo, repetir en la cocina el nombre que da paz, permanecer en silencio unos minutos antes de responder ese mensaje que nos desestabiliza. La consulta florece así: como un hábito manso de volver a Él.
Podría parecer más eficiente salir disparados: hay familias por rescatar, hay injusticias que apremian, hay dolores que no pueden esperar. Pero el Reino tiene otro reloj. Ya llegó —por eso la voz habla y nos fortalece— y todavía esperamos su plenitud —por eso la voz nos guía paso a paso—. En este “ya y todavía no”, el pueblo que aprende a consultar camina con ligereza obediente. A veces la palabra que llega es tan concreta como la que oyó David: “de cierto los alcanzarás y sin duda los rescatarás a todos” (1 Samuel 30:8, NBLA). Otras veces la promesa es menos específica y más profunda: “Yo estaré contigo”, y esa sola frase basta para sostener una semana entera. Lo que importa es que la iniciativa viene de Él; la victoria no se fabrica, se recibe.
También conviene decirlo: consultar no es delegar nuestra responsabilidad de pensar, discernir y actuar; es aprender la forma cristiana de pensar, discernir y actuar. Pedimos sabiduría porque sabemos que el entendimiento propio es insuficiente para ordenar los ríos que hoy nos cruzan. “Y si a alguno de ustedes le falta sabiduría, que se la pida a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.” (Santiago 1:5, NBLA). Pedimos sabiduría y aceptamos el modo en que llega: a veces, apaciguando la emoción que nos arrastraba; a veces, encendiendo un coraje sereno; a veces, corrigiendo un rumbo que peleábamos por mantener. Es sabiduría recibida, no orgullo mental.
Pienso en cuántas veces hemos levantado efods sin darnos cuenta: métodos sin presencia, fórmulas sin corazón, hábitos que empezaron siendo buenos y terminaron reemplazando a Dios. El texto nos alerta para que volvamos a lo simple y verdadero: el Padre que habla, el Hijo que guía como Pastor, el Espíritu que fortalece por dentro. Si alguna práctica hace sombra al Rostro, soltémosla. Si algún “atajo espiritual” nos promete control, desconfiemos. Si nuestra consulta se vuelve puro ritual, pidamos de nuevo hambre por la voz. El Señor no nos humilla con su guía; nos humaniza. No nos infantiliza con su palabra; nos maduriza en amor. Nos vuelve atentos, valientes, sobrios.
Y ahora, ¿qué hacemos con las ciudades que siguen ardiendo? Hacemos lo que hizo David: fortalecidos en el Señor, consultamos y caminamos. La consulta no niega la herida; la ordena. No anestesia la amargura; la entrega. No elimina la responsabilidad; la purifica. Consultar es aprender a vivir con el oído despierto: no para ganar seguridad psicológica, sino para responder con fidelidad. Hoy quizás la voz te diga que avances; mañana, que esperes; pasado, que pidas perdón o que levantes a alguien del suelo. Sea cual sea la instrucción, la certeza es la misma: la voz que escuchas es la del que te conoce por nombre y te guarda.
Que así, en el espíritu universal de la iglesia —la iglesia en general, la iglesia como un cuerpo colectivo y universal—, nos acostumbremos a traer el efod del corazón a la Presencia, a consultar con la humildad de quien ama, y a movernos con la valentía mansa de quien ha oído. Que aprendamos a decir juntos: “Señor, aquí estamos; habla, que tus siervos escuchan”. Y que, paso a paso, la voz que guía haga de nuestras decisiones un rumor de esperanza en medio de la noche. Amén.



