Título de la serie: Aquí me quedaré
Subtítulo de la serie: Cuando Dios nos nombra más allá del miedo
Entrada #3
Hay noches en las que Dios nos pide cosas que solo se pueden hacer en voz baja, con el corazón despierto y las manos temblando. No porque Él sea amigo de lo oculto, sino porque la obediencia, a veces, se gesta en el secreto para poder alumbrar en la plaza. A Gedeón le llegó así: después de la mesa encendida y la paz pronunciada, vino la primera tarea concreta. No fue un discurso ni una consigna abstracta, sino una orden que entró como filo hasta la médula de su historia familiar: “derriba el altar de Baal… y corta la imagen de Aserá” (Jueces 6:25, NVI). Antes de cualquier batalla afuera, había que enderezar la casa por dentro.
Me impresiona que el primer acto de obediencia no fuera público ni heroico. Fue doméstico, pastoral, quirúrgico. En el mismo terreno donde se había aprendido a vivir con lo que no es Dios, el Señor pidió un nuevo principio: “edifica un altar… al Señor tu Dios” (Jueces 6:26, NVI). El lenguaje es claro: no basta con demoler; hay que levantar. No solo se corta la madera vieja; se consagra ese mismo lugar para el Nombre verdadero. En el Reino, la negación del ídolo sin la afirmación del Señor deja la tierra barrida pero vacía. Y los vacíos, ya lo sabemos, son tierras de alquiler para cualquier otra voz.
Gedeón no pospuso. “Lo hizo de noche” (Jueces 6:27, NVI). No fue cobardía; fue prudencia de quien conoce la temperatura del barrio y sabe que el amanecer traerá preguntas. La obediencia, en su forma más simple, consistió en tres movimientos: derribar, cortar, edificar. Tres verbos que todo discípulo tendrá que conjugar alguna vez. Derribar aquello que ocupa el centro sin merecerlo. Cortar lo que sigue alimentando una devoción torcida. Edificar un lugar real de encuentro con Dios, no solo simbólico, no solo de domingo. Gedeón tomó a diez de los suyos y puso manos a la obra. Las noches obedecidas preparan los días en paz.
El amanecer hizo lo que el amanecer hace: revelar. Los vecinos vieron el hueco, la madera caída, el humo de un nuevo altar. Vinieron las preguntas, los exámenes, el señalamiento. Hasta que alguien dijo el nombre de Gedeón y fueron a exigir que pagara con la vida. El discipulado no es naive respecto a las reacciones: cuando tocas el altar de lo que sostiene la identidad de un pueblo, aun si ese altar es mentira, todos sienten que les arrancaste una costilla. La obediencia, tarde o temprano, tendrá conflicto. Por eso el texto nos regala una voz inesperada: la de Joás, el padre, que amanece lúcido: “Si Baal es un dios, que se defienda” (Jueces 6:31, NVI). Es una frase para enmarcarla en la conciencia: los dioses falsos son los que necesitan guardaespaldas humanos; el Dios vivo se basta solo.
Aquel día Gedeón recibió un nombre nuevo, irónico y precioso: Jerubaal, “Que Baal contienda con él” (Jueces 6:32, NVI). La comunidad quiso maldecirlo con una etiqueta de pleito, y el cielo transformó ese nombre en acta de defunción para el ídolo. Donde decían contienda, Dios estaba firmando libertad. La identidad del hijo empezó a definirse no por el altar de su padre, sino por la fidelidad del Dios que le habló en el lagar. A veces la obediencia nocturna trae al amanecer un nombre distinto; no lo buscas, te alcanza. No para inflarte, sino para recordarte que tu vida ya no orbita la lealtad vieja.
Este tramo de la historia es un espejo para nosotros. No hacemos cultos a Baal con estatuas, pero levantamos altares más sofisticados: la aprobación de los demás, el control de la narrativa, el éxito ministerial, la seguridad que se cuenta en cifras, la autoimagen sin grietas. Esos altares se vuelven sagrados porque nos prometen lo que solo Dios puede dar: identidad, provisión, futuro. Y cuando el Señor susurra “derriba… corta… edifica”, sentimos que se nos va la vida, porque hemos confundido la madera con el corazón. Pero la orden no es cruel: es misericordia. Es una puerta para que el “ya” de su presencia reordene la casa, y el “todavía no” de su plenitud nos encuentre practicando la fidelidad.
La pedagogía divina es paciente y firme. Primero un saludo: “El Señor está contigo”. Luego una mesa: “La paz sea contigo”. Ahora, un mandato que reconfigura amores. La secuencia importa. No empezamos con el hacha, empezamos con la voz y la paz. Pero la voz verdadera, cuando enraíza, siempre nos lleva a decisiones tangibles. El discipulado no se queda en metáforas: se vuelve martillo sobre madera, renuncia concreta, reconstrucción lenta de la devoción. En ese movimiento se notan las costuras del “ya” y el “todavía no”: ya somos de Él, por eso obedecemos; todavía no vemos todo lo que esa obediencia desatará. Ya hay altar nuevo en la colina; todavía el valle entero necesita luz.
Quizá nos asusta la palabra “derriba”. Hemos vivido demasiados desmontes brutales en nombre de Dios. Pero el texto guía las manos: no es demolición por demolición; es preparación para edificar. “Edifica un altar… al Señor tu Dios” (Jueces 6:26, NVI). La obediencia no deja crateres sin propósito; hace sitio para el encuentro. ¿Qué significa eso en la vida cotidiana? Poner un acto deliberado donde antes estaba una costumbre automática. Si el altar era el control, el nuevo altar puede ser una práctica de entrega diaria: una oración de la mañana en la que nombres lo que no puedes controlar y lo dejes sobre la roca. Si el altar era la aprobación, el nuevo altar puede ser un compromiso secreto de servicio que nadie aplauda, una generosidad que solo Dios ve. Si el altar era la autoimagen religiosa, el nuevo puede ser la confesión honesta con dos o tres hermanos que te conozcan sin máscaras. Derribar, cortar, edificar: tres verbos que abren caminos.
“Lo hizo de noche” (Jueces 6:27, NVI) resuena como permiso. No todos estamos listos para anunciar el proceso al micrófono. A veces el primer acto de fidelidad es silencioso, incluso torpe, pero real. Y Dios honra esa torpeza que avanza a oscuras con la luz que Él trae por dentro. La noche protege el brote. El alba, en su tiempo, mostrará lo plantado. El orden importa: primero obedecer aunque sea de noche; luego discernir con paz cómo caminar bajo el sol. Hay una libertad honda en no forzar el ritmo: la señal de madurez no es la prisa, es la perseverancia.
Cuando llegan las reacciones, necesitamos voces como la de Joás. “Si Baal es un dios, que se defienda” (Jueces 6:31, NVI) es una teología en una línea: lo falso necesita que lo sostengan; lo verdadero sostiene. En la práctica, esto significa que no tienes que gastar tu vida explicándole a todo el mundo por qué obedeces. La fidelidad tiene su propio peso específico. No es soberbia, es descanso. Tu tarea no es ganar debates interminables, sino mantener el altar nuevo encendido. En ese hogar pequeño, la paz de Dios hará su trabajo, y el tiempo revelará qué altar daba vida y cuál drenaba el alma.
Hay también una promesa que atraviesa este relato: el Señor no solo te pide derribar; te acompaña a edificar. Ese “al Señor tu Dios” (Jueces 6:26, NVI) es un vínculo, no una formalidad. No construyes solo. El Dios que te llamó en el lagar y te esperó en la puerta es el mismo que se queda en el patio mientras colocas piedra sobre piedra. El “ya” de su compañía garantiza que no obedeces al vacío; el “todavía no” te recuerda que lo que hoy levantas participa de una casa más grande que un día será todo luz.
Termino con una práctica sencilla para comenzar hoy —esta noche, si hace falta—. Pídele al Señor que nombre, con precisión y sin condena, un altar que deba caer. No hagas lista larga; escucha un verbo: derriba. Luego, entrégale el objeto, la costumbre o la idea que sostiene ese altar: corta. Finalmente, decide un gesto concreto para levantar un lugar real donde Dios sea el centro: edifica. Puede ser un tiempo corto de oración diaria, una reconciliación que has pospuesto, un acto de generosidad estable, un compromiso con la verdad en una conversación difícil. Hazlo “de noche” si debes (Jueces 6:27, NVI). Pero hazlo. Y cuando amanezca, si vienen preguntas, descansa en la frase que basta: “Si Baal es un dios, que se defienda” (Jueces 6:31, NVI). Lo verdadero no necesita muletas.
Caminemos así, juntos, como la iglesia en general, una sola familia extendida en muchos lugares. Acompañémonos en los derribos, sostengámonos en los cortes, celebremos cada altar nuevo que se levanta. Que nuestros hogares, comunidades y trabajos se llenen de esos patios donde se oyen maderas caer y se encienden mesas para el Señor. Y que, con el paso del tiempo, el nombre que pareció contienda —“Que Baal contienda con él” (Jueces 6:32, NVI)— se vuelva en nuestros labios memoria de libertad: ya somos de Él, y aunque todavía falte camino, el fuego verdadero arde en casa.