Viviendo de lo que sobra del cielo
Cuando la provisión de Dios no solo llena, sino que desborda el alma
A veces, la vida se detiene de golpe. El aire se vuelve denso, y uno siente que el corazón late en un pasillo estrecho donde cada puerta se cierra antes de que puedas tocarla. La esperanza parece escaparse como agua entre las manos, y lo único que queda es un susurro en la garganta que no sabe si es oración o llanto. Quizá conoces esa sensación: una mañana en la que despiertas y comprendes que todo lo que dabas por seguro ya no está. Un trabajo, una relación, un diagnóstico que cambia los planes, un amigo que ya no llama, un lugar que ya no puedes pagar. Es allí, en el temblor de esa fragilidad, donde los relatos antiguos dejan de ser historias lejanas y se convierten en un espejo.
Hubo una mujer, cuyo nombre no conocemos, que vivió algo así. Era esposa de uno de los profetas, parte de esa comunidad que servía a Dios con celo y entrega. Un día, la muerte se llevó al hombre con el que compartía la vida. Y la muerte, como si no fuera suficiente, trajo consigo otra amenaza: la deuda. En su mundo, la ley permitía que un acreedor tomara a los hijos como esclavos para saldar lo que se debía. Así que esta mujer, de luto y sin recursos, vio cómo la sombra de la pérdida se extendía sobre lo que más amaba. Fue entonces cuando buscó al profeta Eliseo, y sus palabras quedaron grabadas para siempre: “«Su siervo, mi marido, ha muerto, y usted sabe que su siervo temía al SEÑOR; y ha venido el acreedor a tomar a mis dos hijos para esclavos suyos».” (2 Reyes 4:1, NBLA).
El dolor de esta viuda tiene muchas capas. Había servido junto a un hombre que temía a Dios. Había compartido su vida con un ministro que seguramente conocía las Escrituras y las enseñaba. Había experimentado el peso y la belleza de vivir al servicio del Reino. Y, sin embargo, aquí estaba, sin esposo, sin ingreso, con la amenaza de perder a sus hijos. Como si el temor de Dios no bastara para blindar la vida contra el golpe de las circunstancias. Y es que servir a Dios no significa una existencia libre de pruebas, sino una vida sostenida por la certeza de que Él no se aleja cuando llegan.
Eliseo la escuchó y, en lugar de ofrecer una solución inmediata, le hizo una pregunta: “«¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en casa».” (2 Reyes 4:2, NBLA). No le preguntó cuánto debía, ni qué habilidades tenía para trabajar, ni quién podía prestarle. Le pidió que mirara a su alrededor, dentro de lo poco que quedaba, para reconocer si aún había algo que no hubiera entregado por perdido. Ella respondió: “Su sierva no tiene en casa más que una vasija de aceite”.
Ese “no más que” de la viuda es familiar para nosotros. Es la expresión que usamos cuando creemos que lo que tenemos no alcanza. No más que unas fuerzas menguantes. No más que un ingreso insuficiente. No más que una fe que a veces tambalea. Pero en las manos de Dios, el “no más que” se convierte en un principio. Ese aceite, que para ella era apenas un resto olvidado en un rincón, iba a ser el punto de partida de un milagro. Porque el Señor no necesita abundancia inicial para obrar, sino disposición a obedecer.
Jesús lo dijo siglos después, en un monte y con multitudes hambrientas delante: “«Traigan acá los panes y los peces»” (Mateo 14:18, NBLA). No importa si es poco, si son cinco panes y dos peces, o una vasija con aceite. Lo que importa es a quién se lo entregas.
Eliseo le dio instrucciones que, en cualquier otro contexto, sonarían extrañas: “Sal y pide a tus vecinos que te presten sus vasijas; que no sean pocas.” (2 Reyes 4:3, NVI). Ella necesitaba pagar una deuda, no abrir una tienda de cerámica. Y, sin embargo, la fe siempre nos lleva a hacer cosas que rompen la lógica del momento. La mujer obedeció. Quizá no entendía el propósito de esa orden, pero confió en la voz que la daba. Fue, tocó puertas, pidió vasijas prestadas. Imagino las miradas de algunos vecinos, quizá la curiosidad de otros, el murmullo de las preguntas que nunca se hacen en voz alta.
Eliseo añadió algo más: “Luego entra y cierra la puerta detrás de ti y de tus hijos y echa el aceite en todas estas vasijas, poniendo aparte las que estén llenas».” (2 Reyes 4:4, NBLA). El milagro no iba a ocurrir en la plaza pública, sino en la intimidad de una casa. No ante un público que pudiera aplaudir o comentar, sino detrás de una puerta cerrada, donde solo quedaban ella, sus hijos y el Dios que ve en lo secreto. Esto es coherente con el corazón del Señor: “Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto. Así tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará.” (Mateo 6:6, NVI).
La escena dentro de esa casa debió ser silenciosa y expectante. Un recipiente, luego otro, y otro más. El aceite fluyendo, sin detenerse, hasta llenar cada vasija que habían conseguido. Una tras otra, hasta que no quedó ninguna vacía. El texto dice: “Cuando las vasijas estuvieron llenas, ella dijo a un hijo suyo: «Tráeme otra vasija». Y él le dijo: «No hay más vasijas». Y cesó el aceite.” (2 Reyes 4:6, NBLA). El fluir se detuvo no por falta de poder, sino por falta de espacio para recibir.
Hay algo profundo en esto. A veces, el límite del milagro no es la voluntad de Dios de obrar, sino nuestra capacidad de hacerle espacio. No porque Él sea limitado, sino porque ha decidido que nuestra fe y nuestra obediencia participen en el proceso. La viuda había traído tantas vasijas como pudo, y el aceite llenó todas. Así también, nuestras vidas se llenan hasta donde permitimos que el Señor entre, hasta donde entregamos, hasta donde abrimos espacio.
Ella salió de ese cuarto con más de lo que podía imaginar. No solo tenía aceite suficiente para pagar la deuda, sino para vivir de lo que sobraba. Eliseo le dijo: “«Ve, vende el aceite y paga tu deuda, y tú y tus hijos pueden vivir de lo que quede».” (2 Reyes 4:7, NBLA). En otras palabras, no solo se libró de la amenaza, sino que recibió provisión para el futuro. La gracia de Dios no se limita a resolver lo urgente; también prepara el terreno para lo que viene.
Pienso en cuántas veces hemos llegado al Señor con la urgencia de una deuda —no necesariamente económica—, y Él, en su fidelidad, ha respondido con algo más grande: libertad y provisión duradera. “Y mi Dios proveerá a todas sus necesidades, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:19, NBLA).
Quizá ahora mismo sientes que tu vasija está casi vacía. Tal vez el aceite de tu paciencia, tu alegría o tu esperanza parece agotarse. Escucha la pregunta que el Señor te hace hoy: “¿Qué tienes en casa?”. No te está pidiendo que tengas mucho, sino que pongas lo poco en sus manos. Tal vez lo que tienes es un suspiro que todavía se atreve a llamarlo por su nombre, un versículo que no puedes dejar de repetir, una canción que, aunque la voz te tiemble, sigue siendo oración.
Dios no desprecia lo pequeño. Él escogió a un niño para vencer a un gigante, a un puñado de pescadores para cambiar el mundo, a una virgen en un pueblo olvidado para encarnar la esperanza. Escoge lo débil para avergonzar lo fuerte, y lo que no es para deshacer lo que es (1 Corintios 1:27-28, NVI).
La invitación, entonces, es doble: traer lo que tenemos y preparar espacio para lo que Él quiere dar. Eso puede significar vaciar las manos de aquello que ocupan pero no nutren, dejar ir lo que ya cumplió su propósito, o pedir vasijas prestadas en forma de relaciones, comunidades y prácticas espirituales que amplíen nuestra capacidad de recibir.
Vivir de lo que sobra del cielo es vivir con la certeza de que su provisión no se agota. Es aprender que cada acto de fe, por pequeño que parezca, abre espacio para un nuevo derramar. Es dejar que el aceite de su presencia corra hasta los rincones más secos, y confiar en que cuando Él llena, siempre hay más que suficiente.
Quizá esta sea tu oración hoy: “Señor, aquí está mi vasija, no muy grande, no muy llena, pero dispuesta. Cierra la puerta, entra en este cuarto de mi vida, y haz lo que solo Tú puedes hacer. Derrama hasta que sobre”.