La Navidad no comenzó con un pesebre, ni con pastores, ni con ángeles cantando. Comenzó en el corazón de Dios, mucho antes de que hubiera estrellas, establos o villancicos. Desde Génesis, un susurro divino comenzó a anunciar lo que siglos después veríamos envuelto en pañales: la llegada del Niño eterno, el Rey nacido en humildad.
En este mensaje descubrimos que la Navidad es una promesa antigua, sembrada en tinieblas, hablada entre caídas, pronunciada en pactos, y revelada a través de profecías. Una historia que comenzó en un jardín roto (Génesis 3:15), continuó con la familia de Abraham (Génesis 22:18), se afinó en la tribu de Judá (Génesis 49:10), y tomó forma en reyes y profetas que anunciaron: el Niño que viene es Dios con nosotros.
Navidad no solo es ternura, es coronación.
Dios prometió a David un trono eterno (2 Samuel 7). Isaías cantó sobre un Niño con títulos divinos (Isaías 9:6), y Miqueas reveló que el Rey nacería en un lugar pequeño y olvidado (Miqueas 5:2). Así descubrimos que el milagro no está en el pesebre… sino en Aquel que lo ocupa.
Un Niño que es raíz, Rey y Emanuel.
Viene con unción, no con ejército (Isaías 11). Viene como luz en la oscuridad, como cumplimiento de promesas milenarias. La eternidad se hizo bebé, y lo eterno respiró aire humano.
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En esta enseñanza aprenderás que:
Dios sigue hablando en lo pequeño.
Sus promesas casi siempre nacen como susurros.
La esperanza comienza antes de que veamos la luz.
Navidad es la prueba irrefutable de que Dios sí cumple.










